“Mi vida como adicto fue siempre una rutina, todo el tiempo buscando dinero para ir por más; para mí, el paraíso era tener droga y un lugar donde consumirla, donde nadie me molestara, un lugar para estar solo.
“¿Conciencia?, claro, todo adicto tiene conciencia, por lo menos a mí, la droga me adormecía, pero no borraba mi memoria, me sentía muy mal, avergonzado conmigo mismo por no ser un buen padre, por abandonar a la madre de mis hijos, por el dolor de mis padres y hermanos, en fin, tenía una lista interminable, pero me dolía más estar sin droga.
“Tuve una sobredosis con cristal y tres con heroína, estuve a punto de morir, pero no vi ningún túnel, tampoco pensaba que al final Dios me estaría esperando; como dije antes, no sentía nada, solo esa compulsión de volver a drogarme, de salir en busca de más. “Al llegar a mis cuarenta y tres años estaba hecho una piltrafa, sin horizontes, sin más deseos que tener mucha heroína, dinero para cigarros, mal comer y un lugar para inyectarme. Pero Dios tenía otros planes para mí.
“Cuando despertaron mis sentimientos, lloraba a solas, me sentía avergonzado y, al mismo tiempo, conmovido por sentirme tan amado, fue como si después de aquella paliza me hubieran colocado el corazón y el cerebro en su lugar.